LA ESTRELLA ERRANTE (Alberto Gracia, 2017)
Matar al padre, en este caso
matar al cineasta, mientras filma la historia de un camino errático, acabar con
la imagen como venganza ante la pérdida de un referente al que agarrarse.
Desaparecer y reaparecer abducido por las radiaciones emanadas de una pantalla
que va moviendo personajes en las devastadas ruinas de una Galicia
postindustrial por la que los “no-actores” de esta película se mueven como
ectoplasmas, como zombies que no terminan de despertar en medio de espacios de
absoluta frialdad deshumanizada. Para su segunda película Alberto Gracia (“O
quinto evanxeo de Gaspar Hauser”) desnuda su puesta en escena para hacerla
minimalista, territorios abandonados por el hombre junto con espacios que nunca
dejarán de estar ocupados, aunque sea por el recuerdo de un pasado que se
transmite desde la mirada de personas que han vivido mucho y han perdido casi
todo por el camino, como Rober Perdut, el hilo conductor del viaje, el incómodo
pasajero de un movimiento que fluctúa entre lo estático y lo circular, un
movimiento que, quizás, nunca termine de llevar a ningún sitio más que al
recuerdo de aquellos idolatrados años 80, que, vistos ahora, mutan en una fosa
abisal de la que no dejan de salir cadáveres de todo tipo, musicales, sociales,
culturales, políticos……..
Hay un necesario espíritu de
revisión sobre la transición, y esa transición no idealizó solamente un pacto
político entre derechas e izquierdas que terminó beneficiando a los de siempre,
sino que también sirvió para idealizar aquello que parecía “moderno” en los 80
frente al rancio abolengo del modelo imperial de la dictadura. Luis López
Carrasco, tanto en “El futuro”, pero sobre todo con “Aliens”, ha realizado los
ejercicios metacinematográficos más lúcidos para ajustar las cuentas con ese
pasado idealizado carente de crítica y de análisis, aquella presunta juventud
tan moderna que se ha convertido ahora en el mazo político que destroza lo
público, enriquece lo privado y esquilma las arcas como la de “El futuro”, o
aquellos ecos de la “movida” que siguen resonando viviendo de unas rentas
endiosadas y seguramente sujetas con pies de barro, como demuestran las
reflexiones de Tesa Arranz en “Aliens”. A ese modelo, incluso estético, pero
más sensorial, habría que añadir la película de Alberto Gracia, quien, sin
embargo utiliza el pasado sólo como referente para mostrar las cenizas del
presente. Ese pasado y presente utiliza al mismo personaje, a Rober Perdut; un
personaje que se busca y al que buscan sin alcanzar acomodo alguno, y para reflejar
el pasado mejor acudir a la realidad, dos grabaciones, una del grupo que
lideraba Robert en esos 80, “Los fiambres” y otra de una entrevista de ese
mismo periodo en una televisión local, ejemplos claros de cómo todo lo que
entonces podía parecer moderno no era sino pose y tufo a caducidad anticipada.
Un personaje que se muestra
perdido, o que aparenta estar perdido en los 80, con letras nihilistas del tipo
“viviremos para siempre, muertos de por vida”, capaz de desencajar, descentrar,
arruinar una entrevista de lo más convencional hasta el punto de no saber quién
de los dos, entrevistado o entrevistador, está más perdido en un auténtico
diálogo de besugos que cualquiera diría salido de la factoría de “Muchachada
nui”. Ahí empieza el camino errante del protagonista, un camino que dura 35
años y no tiene visos de terminar aunque ello no impide el permanente tránsito
por espacios que invitan al movimiento, desde una estación de autobuses a un
paseo en barco por la ría buscando no se sabe qué sirenas en medio de un peñasco granítico que juega como isla de
Robinson, porque Rober es un auténtico naúfrago de si mismo. Todo personaje ha
de contar con un alter ego, y en esta ocasión el compañero de viaje es Nacho,
un errante más en el que se conjuga el aspecto sobrenatural de la historia, el
componente visual desestructurado y confundido con la imagen que le atrapa y le
devora, mientras Robert es un cuerpo a la deriva, Nacho es el alma abducida por
lo inmaterial capaz de trasladarse con el pensamiento o con el simple y
cotidiano gesto de cambiarse de camiseta, la reunión de ambos es lógico que
acabe con un disparo, en este caso no sobre el pianista, sino sobre el creador
de imágenes, porque “La estrella errante” es la creación de sensaciones a
través de imágenes, aparentemente inconexas ,pero de las que cualquiera es
capaz de extraer diferentes lecturas. Ya sea el juguete roto, la despoblación
resultante de la desindustrialización y cierre de las factorías que existían en
la zona, el abismo de la locura que se asoma tras el mundo de las drogas, la
ausencia de empatía entre las personas, lo deshumanizado del mundo moderno
hasta el punto de recitar como una nueva oración un “i love my self” como único
recorrido admisible para continuar y querer convencerse de que nada ha sido una
equivocación.
Pero en medio de este
desconcertante panorama de silencios profundos, miradas perdidas, secundarios
de la vida de barrio, edificios abandonados, herrumbrosas estructuras
metálicas, aparece la única semilla que permite mantener algún tipo de
esperanza para que la estrella deje de vagar. Probablemente no nos podamos
aprovechar de su cambio, pero éste siempre será posible si intentamos mantener
la llama del momento en que todavía somos inocentes. Niños y animales se
transforman así, en la única posibilidad para que gente como Rober, Nacho o
todos nosotros, seamos capaces de creer que, en nuestros orígenes contenemos un
halo de desinteresado humanismo, de juego y sonrisa que se va perdiendo con los
años hasta dar como resultado una imagen analógica y digital borrosa de lo que
fuímos. “La estrella errante” es cine para sentir, oir su banda sonora (otra
vez Jonay Armas), abstenerse de querer entenderlo todo, jugar a conectar
sensaciones y evidencias, y si es posible, volver a los 80 y contemplar cómo
hemos errado hasta llegar hasta aquí, errar de vagar y de equivocarse, porque a
lo mejor el director tiene razón cuando en la entrevista que le realizan en
Cineuropa.org dice “¿Tú sabes lo que estás haciendo?” Y yo tampoco les iba a
mentir: “Pues no tengo ni idea, la verdad”, pero algo indica que no, que el
relato fragmentado y desestructurado sólo lo es en apariencia, que hay voluntad
de contar algo que, fruto de las imágenes, permite dispersar las conclusiones
en muchos enfoques, y éste es uno de los puntos fuertes de una película
conscientemente no apta para todos los espectadores, su diversidad partiendo de
la concreción, y que, como una estrella errante, parece moverse sin rumbo, pero
en su dinámica interna guarda una proporción, un equilibrio y una trayectoria
firme y definida, la de nuestros propios fracasos.
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